Mientras los días y las horas se distienden a un mes de la
masacre de estudiantes, sin duda la más salvajemente perpetrada desde el 2 de
octubre de 1968, y a menos de cien días de concluir el año con algo más que
números rojos sobre el panorama, resulta inevitable mencionar la vergüenza que
suscitan los pocos avances y las líneas de investigación que se cierran en
torno al caso que hizo volver los ojos del mundo sobre la violencia en México.
Con el Estado de Guerrero y los bosques de la emblemática
ciudad de Iguala de la Independencia convertidos en el más triste Panteón
Nacional, donde los restos de justos y pecadores hallados al ras de suelo parecen competir sórdidamente con las fosas
clandestinas, en tanto los cuerpos de los 43 normalistas secuestrados en la
Plaza de las Tres Garantías aún no aparecen,
no deja de llamar la atención como es que toda la opinión pública se
concentra muy convenientemente (quizá ante lo inevitable que es la inercia) en
este caso en donde se subraya la responsabilidad de la llamada “izquierda
mexicana”, representados en la figura de López Obrador y el Partido de la Revolución Democrática,
como ejemplo de cómo el crimen organizado y el gobierno pueden convertirse en
sinónimos, uno del otro.
Sin embargo, todo el mundo parece olvidarse de las fosas con
más de 300 cadáveres descubiertos en el municipio de Allende, Coahuila, y sobre
todo de la entidad federativa que desplazó a Ciudad Juárez, Chihuahua, como el
lugar con el mayor índice de feminicidios del país en los últimos seis años:
hablamos del Estado de México,
precisamente de donde es originario el presidente Enrique Peña Nieto.
Sin la intención de arrojar en el olvido lo ocurrido en
Ayotzinapa y Tlaltaya, las afluentes del Río Lerma, la periferia de Toluca y
los alrededores de ciudad Neza también presentan su propia cuota de tragedia y
de silencio por encima de la media nacional, del 2007 al 2013, con más de 1,500
mujeres muertas más 600 menores de 20 años desaparecidas en la actual
administración.
No extraña en este caso la intención por parte de las
instituciones públicas en los tres niveles de gobierno por callar esta realidad
que se vive en el Estado que sirvió de plataforma política para las elecciones
del 2012 al Mandatario y a la Nomenclatura; sin embargo, lo que sí sorprende es
la insolencia demostrada por parte del gobernador Eruviel Ávila, no solo por su
insensibilidad y falta de tacto político—al no dignarse a recibir a los familiares de las víctimas ni a las
Organizaciones Civiles—sino, peor aún, por su falta de respeto al no mostrar
voluntad política ni la más elemental intención de implementar medidas
concretas para la prevención del delito, más que para alterar los índices de
inseguridad y el pretender manipular a los medios de comunicación respecto al
porcentaje creciente de mujeres que suelen aparecer muertas en los bosques, los
ríos y las cañadas más próximos a la capital, o respondiendo (como lo hizo) que
“hay cosas más graves que atender”.
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