Desde que, con la clase dominante, apareció el Estado, es
decir el instrumento del cual tenía necesidad dicha clase para proteger sus
intereses, y desde que éste se colocó, en apariencia, por encima de la sociedad
y con ello adquirió la facultad de ser recaudador de contribuciones y de su consiguiente
administración, no tardó en revelar su naturaleza al utilizar los recursos
públicos —que en teoría están destinados al bienestar de la población— a
satisfacer necesidades de la clase dominante, de las cuales una de las
principales es reprimir todo intento o todo deseo de liberación de su
contraparte dominada.
Desde el punto de vista de la conciencia social, siempre ha
habido dentro de la sociedad, una clase despierta, otra dormida y otra
decadente. Y así como para el capitalista es indispensable la existencia del
desempleo, así también para el Estado lo es la existencia del
lumpenproletariado ya que la “honorable” clase gobernante no puede descararse
ante la sociedad haciendo trabajo sucio, por lo que le es preciso disponer de
quien realice esa “desagradable” tarea.
Así sigue siendo en nuestros días y en nuestro país. Por
ello es ingenuo aceptar que el Estado, que nació para velar los intereses de la
clase en el poder, tenga como uno de sus objetivos el exterminio de la
delincuencia. Lamentablemente, el Estado, como parte de la clase dominante,
hasta tiene que promover la existencia de ésta. Incluso, aun en el hipotético
caso de que la delincuencia desapareciera por algún motivo, de todos modos el
Estado la haría renacer porque le es indispensable como instrumento contra
aquella parte despierta del pueblo trabajador, o sea la parte despierta, la que
es absolutamente posible una sociedad superior, de oportunidades para todos y
cada uno de sus miembros.
Al Estado, pues, le es indispensable el lumpenproletariado.
Pero éste, al igual que cualquiera, necesita alimento, vestido, calzado,
etcétera. Y aquí es donde el pueblo es más vilmente burlado por el Estado
porque éste usa los recursos —que en teoría están destinados al bienestar
popular— para mantener a esa gente: ¡el pueblo mantiene a sus propios
represores! Aparte, claro, de que ya mantiene a sus opresores.
En lugar de que el Estado, pues, obre de manera abnegada por
el pueblo, construyendo hospitales, escuelas, parques y jardines, teatros y
unidades deportivas, todo en pro de la formación integral del ser humano, lo
que hace es reprimirlo, robarlo y engañarlo. Y todo con el dinero del pueblo
mismo, es decir con el producto de su trabajo y su esfuerzo diarios.
Pero aquí no para la cosa. Resulta que el Estado (en muchas
partes del mundo) está compuesto de auténticos delincuentes, gánsteres,
individuos que en su juventud fueron porros, golpeadores, halcones, que, por
haber unido a esto una gran inteligencia y preparación, los vuelve idóneos para
formar parte del aparato de gobierno, gente altamente apta para engañar a las
masas, para hacerles creer que es de la esencia de los gobernantes trabajar día
y noche por el bien del pueblo y procurar la sabia administración de los
recursos provenientes del trabajo y los impuestos para bien del propio pueblo.
Lamentablemente, subsisten todavía en muchos lugares del
país aparatos de gobierno que no son otra cosa que juntas de mafiosos cuya
acción se centra en mantener a raya al pueblo. Y éstos, como tales, son excelentes
coordinadores de matones de poca monta, que son utilizados a fondo contra la
parte despierta de la población.
No obstante, el pueblo está decidido a cambiar esta
aberrante situación, así le tome mil años lograrlo. Conque habrá de llegar el
día en que el Estado se componga de trabajadores, de la gente más sabia y más
justa, la gente selecta de la sociedad, ahí sí la crema y nata, la que habrá de
trabajar incansablemente por el bien de todos; por qué cada mexicano cuente con educación de
excelencia hasta el posgrado, por que reciba atención médica gratuita y de
excelencia, por que cada trabajador, obrero, campesino, albañil, pueda
vacacionar a cualquier lugar del país y no solamente tenga ese derecho en
abstracto, que los discapacitados reciban ayuda sin necesidad de supuesta
filantropía y los ancianos pasen la última parte de su vida en condiciones
dignas.
Esto y más lo merece ya desde hace mucho tiempo el pueblo
mexicano, uno de los más sufridos y engañados.
Ese México nuevo, al que tanto aspiramos todos, lo han de
lograr los antorchistas a base de seguir perseverando en el trabajo, aunque de
momento tengan que habérselas con sus respectivos aparatos de gobierno en
numerosos estados del país.