¡De periodistas como tú, están llenos los panteones! –sentenció el hombre,
rifle en mano.
Y olió a miedo…
—Sólo hago mi trabajo.
—De todas maneras te va a
llevar la chingada.
Al sujeto lo llamaban Samuel
–aunque en la averiguación previa aparece con el nombre de Jorge Peña—. Y más
tarde se sabría que es comandante de la Procuraduría General de Justicia del
Estado de México en el municipio de Zinacantepec.
Entre él y otros tres efectivos
de la dependencia habían empujado a este reportero hacia el interior de un
vehículo judicial con placas MTH4157. Eran Leonel Vargas, jefe operativo; un
comandante de apellido Olín, encargado del municipio de Lerma y Víctor Everardo
Bringas, un subalterno de Isaac Carrera, fiscal de Toluca, también presente en
el lugar y quien en realidad orquestaba y consentía las intimidaciones.
Todo ocurrió en el patio de la
casa de don Calixto Estrada Castillo, referido por ejidatarios de la zona como
el último dueño de la obra negra donde, dicen las autoridades, desembocó el
túnel de escape de Joaquín El Chapo Guzmán, en la colonia Santa Juanita Centro.
El enviado de Crónica acudió
al lugar –en el municipio de Almoloya de Juárez- en busca de entrevistarlo, de
encontrar más datos. La casa, de un patio grande por donde circulan todos los
días decenas de tráilers en trabajo de carga, está ubicada a un kilómetro del
Penal del Altiplano, en dirección hacia Lerma. Ya estaba ahí la comitiva de la
Procuraduría mexiquense, en interrogación hostil a la esposa de don Calixto:
doña María Teresa, y su nuera.
Había pues que acercarse a la
escena…
—¿Quién es usted?
Identifíquese –pidió el comandante Olín.
—Voy a identificarme, pero con
las dueñas –fue la respuesta.
La intensión de entregar a
doña María Teresa una hoja de papel con todos los datos reporteriles derivó en
una embestida mayor.
—No tienes nada que hacer
aquí, es mejor que te largues.
“Por favor, no queremos
problemas, tenemos pequeños en casa, se asustan”, era la súplica de la nuera de
don Calixto, pero vinieron los atropellos y las amenazas.
Primero los empujones fueron
en dirección hacia el vehículo reporteril, pero luego cambió la orden:
—¡Mejor
nos lo llevamos, a ver de qué lo acusamos! –dijo uno de los comandantes.
—Soy reportero, aquí está mi
credencial del medio. Y tengo además un gafete de la Policía Federal que
también me acredita como prensa: está mi nombre, y el del periódico –mostré a
la distancia.
Las identificaciones fueron
arrebatadas, lo mismo el teléfono móvil y un cargador…
—¡Te vamos a dar unos buenos
madrazos! –amedrentaron.
Eran alrededor de las 15:30
horas. La retención en el vehículo duró casi tres horas. Más allá de las seis
de la tarde, otro de los jefes pidió refuerzos.
—¡Llévenselo… a la mierda!
Fueron los momentos de mayor
inquietud: de soledad y de pensamientos sombríos. Por ratos de fe, de abrazos
imaginarios con la familia, de un porqué sin respuesta… ¿Qué ocultaban?, ¿qué
protegían?
La incertidumbre desvaneció
cuando, después de más de una hora de trayecto, asomó la sede central de la
PGJEM, ya en la ciudad de Toluca. Comenzaba otra zozobra: la de enfrentarse,
cara a cara, con la desaseada procuración de justicia, con la corrupción, con
la manipulación, con la ineficacia. Un retrato fiel de la gestión del
Procurador Alejandro Gómez Sánchez.
La incomunicación duró seis
horas: más allá de las 21:30 horas, al fin, la primera llamada…
Lo que siguió fue un vaivén de
voces, declaraciones; un trajín de oficinas y papeleos. Y a quitarse la ropa,
con el argumento de posibles lesiones.
Aquel gafete de prensa de la
Policía Federal era el sustento de la averiguación en contra: —Lo acusan de
usurpación de funciones, de ostentarse como efectivo de la PF –informó el
Ministerio Público María de los Ángeles Osorno, ya de madrugada. —Pero ahí dice
prensa, está el nombre del medio –se objetó en vano. Y también resultaron
inútiles las llamadas, la presentación de diarios, los testimonios a favor.
—Voy a ordenar que le tomen fotografía y huellas dactilares, que lo fichen
–dijo la MP.
—¿Por qué tanta saña?
—Se lo voy a decir, pero aquí
en corto: no tengo duda que usted es reportero, y tampoco dudo del gafete, pero
son órdenes de arriba.
—¿De quién?
—Del fiscal Isaac Carrera
–balbuceó.
Quien declaraba en contra era
Austroberto Aquilino, un elemento ministerial que no había participado en la
detención, pues llegó al sitio sólo para el traslado.
—¿Por qué me denuncia, si ni
siquiera estuvo presente? –le pregunté en un lapso de la espera. —Me lo ordenan
los jefes, ¿qué puedo hacer?
Elena Corrales, asesora del
fiscal Carrera, intentó modificar la declaración ministerial del reportero, en
especial los párrafos donde se señalan los nombres de los comandantes que
participaron en las tropelías.
“Esto se lo voy a quitar,
porque usted está en su derecho de presentar cualquier reclamación, pero cuando
quede libre, ahora limítese a describir lo del gafete”.
Si no se suprimió el relato
fue por la intervención milagrosa de dos defensores públicos.
—Usted no tiene derecho a
quitarle nada –dijo uno de ellos a Corrales.
A las 4:30 de la madrugada se
culminó el expediente.
—¡Bájenlos! –fue la orden en
plural… Se encontraban detenidos también Cecilio Estrada Castillo, hermano de
Calixto, el presunto dueño del predio. Y Felipe Vázquez, otro de los vecinos.
Se alistaba ya otro traslado…
incierto.
—¿A dónde vamos ahora? –fue la
pregunta lógica, desesperada.
—No tienes derecho a saber.
El destino, de manera
increíble, fue la Subprocuraduría Especializada en Investigación de
Delincuencia Organizada (SEIDO), en la Ciudad de México.
Sumaron ahí nueve horas de
espera: de las seis de la mañana a las 15 horas, cuando se decretó la libertad.
Se dio por extraviada la cartera, tarjetas de crédito y débito. Jamás fueron
entregadas por las autoridades mexiquenses a la PGR.
El MP federal encargado del
asunto refirió que la carpeta de la PGJEM “no tenía ni pies ni cabeza, es un
ridículo, no hay elementos delictivos. Estos del Estado de México, en lugar de
ser ayuda, se han convertido en un obstáculo para estos días posteriores a la
fuga del Chapo”…
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